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“Anna Karenina c´est moi”, me decía anoche mientras miraba
la cabalgata nocturna en Disneyland París. En el famoso parque infantil, junto a mi hija, descubrí que las princesas de Frozen habían heredado la misma delicadeza que tienen las manos de Anna, unas manos pequeñas y finas, llenas de anillos que ella toquetea para calmar su inquietud (sacrificará lo que más quiere, a su propio hijo, por un hombre que no va a estar a la altura de su deseo).
Este verano la heroína de Tolstoi se ha hecho mi favorita entre las “damas caídas” de la literatura, respira conmigo y me sigue en el e-book allá donde voy. Las mil páginas de su tragedia palpitan en mi bolso por todas partes, en mi Kindel de 240 gramos. Es todo un prodigio. Sea en el trajín de una sala de embarque o en la paz de una cala remota, ella surge con un movimiento sencillo de mis manos y el fru-frú de su vestido de seda vuelve a sonar a mi lado.
Este verano la heroína de Tolstoi se ha hecho mi favorita entre las “damas caídas” de la literatura, respira conmigo y me sigue en el e-book allá donde voy. Las mil páginas de su tragedia palpitan en mi bolso por todas partes, en mi Kindel de 240 gramos. Es todo un prodigio. Sea en el trajín de una sala de embarque o en la paz de una cala remota, ella surge con un movimiento sencillo de mis manos y el fru-frú de su vestido de seda vuelve a sonar a mi lado.
Anoche observaba a las damas de Disney saludar con languidez y en sus ojos descubría una alegría
apuntalada, hueca. Mi hija se arrebataba, pero yo luchaba por olvidar que eran estudiantes contratadas y
que habían mascado chicle hacía un rato mientras se abrochaban el corsé de nylon.
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La pequeña las examinaba muy grave, sin perder un detalle. Las princesas Elsa y Anna saludaban
con desmayo y sus sonrisas pálidas se abrían paso en la carroza motorizada, los
altavoces atronaban, no pude decirle nada a la pequeña cuando me incliné hacia ella para
sujetarle los nuggets.
Como sucede siempre en
los espectáculos infantiles, el verdadero show está en sus caras, en el asombro
congelado, en las boquitas abiertas. Luchábamos para mantener nuestro
sitio en primera fila y yo no podía evitar preguntarme cómo la protegeré del
empacho romántico cuando llegue su primera decepción, cómo estaré junto a ella cuando vea que los príncipes
azules siempre destiñen. La banda sonora de Frozen es enfática y almibarada, tiene un estribillo pegadizo en el que la heroína habla superar la represión social, "libre soy..." repite como un jilguero, con unos agudos imposibles que mi hija y sus amigas han ensayado mil veces en el patio del colegio. ¿Libre soy?
Han pasado más de cien años y la búsqueda ciega del príncipe
azul sigue estando muy extendida. Normal, es muy golosa a nivel de ventas. Goza de una salud envidiable en
las revistas del corazón y en los reclamos publicitarios. En un gran mercado
como el que vivimos, todas corremos el mismo peligro que Anna Karenina, a todas nos puede arrollar la
pasión carnal cuando gira en vacío, cuando solo es hiperexcitación, ansia obsesiva, avidez de que nos completen y evadan del vacío. Una espiral peligrosa y hueca.
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Tolstoi, con su bisturí
tan lúcido para desenmascarar la conciencia de sus criaturas, avanza con
puntería y va por capas. Les ataca como un espadachín diestro y los desnuda
para el lector en dos o tres estocadas de pluma. Tuvo la intuición de que había "tantos amores como corazones" y que pronto prevalecería el amor enfermo entre nosotros. No se equivocó demasiado, anunció la sociedad por
venir, una humanidad que ha perdido a dios, que ya no sabe querer. Hoy ese
cuadro está en su esplendor: una sociedad donde las relaciones de pareja no perduran (a menudo ni siquiera empiezan). Una cultura del “calentón”, del impulso puro,
que crea vínculos frívolos y enloquecedores. Pasiones que atropellan más rápido
que las famosas locomotoras de su novela. Un mundo que confunde el dinero, la juventud
y un tipo de belleza genérica con el puente a la felicidad. Un mundo que se
congela a marchas aceleradas, como en la fábula de Disney Frozen.
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Para las lectoras de hoy, una interpretación simple de la
novela te hace echarle la culpa a la época. Es tentador sentirse inmune al
drama de Karenina, lo necesitamos. Llegamos a identificarnos tanto con ella, a dejar que nos desgarren su soledad y en sus contradicciones, su agudeza y su generosidad,
que hay que buscar un culpable fácil e inmediato. “Qué época más mezquina”─apetece
decirse─ “Qué bien que ya pasó”. Y es cierto a medias: sólo hemos perdido de vista el machismo impune, el corsé
y los postizos de pelo. Quizá también esa ociosidad soporífera que ahoga a las
mujeres de la novela, separadas a la fuerza de una maternidad real o de un
desarrollo propio. Se las ve languidecer entre la ópera, las carreras de
caballos y las largas veladas de chismorreo de salón, cosa de la que hoy se puede escapar si una insiste. En países privilegiados
como el nuestro, incluso se nos facilita el divorcio y la custodia de los
hijos.
Sin embargo, hay un sufrimiento moral y una desorientación espiritual
que no ha sido salvada. Escucho a menudo a Kareninas descompuestas después de
un divorcio exitoso y varios fracasos encadenados después. Perdidas en su búsqueda ciega de un ser perfecto que las mantenga en la exaltación sensual eterna. Mujeres "enamoradas del amor" y de sí mismas, buscando un reflejo narcisista en espectros de hombres que jamás cumplirán sus expectativas. No es sólo la
presión social de la aristocracia rusa lo que explica el colapso de la heroína
de Tolstoi. No es sólo el siglo XIX lo que pudo con ella.
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Tolstoi pinta en sus páginas dos cuadros superpuestos: el declive social y el psicológico. El primero lo dibuja con trazo preciso
y despiadado, asistimos al entorno acomodado de los Karenin y sufrimos su hipocresía y crueldad, incluso con
el marido mismo, Alexey, al que no se le perdona que muestre piedad hacia Anna. Pero, sin
duda, el dibujo más interesante es el psicológico, una protagonista que se va
haciendo más frívola y desapegada según pierde el control, según pierde la oportunidad
de querer al conde Vronski de una forma madura y serena. En cuanto él se le presenta
con sus torpezas y pequeños egoísmos, con su volumen, su sombra, su aburrimiento: ella se desbarata y no sabe ofrecerle alternativas. Enferma
porque ama una proyección de Vronski que se le va a desvanecer como el humo, un
holograma del hombre amado que adelgaza frente a sus ojos llenos de pánico.
Ama
al príncipe Disney y no al hombre. No es muy distinta de las niñas que acuden a
Disneylandia embelesadas. No está lejos de sus pataletas cuando se les quita la
falda de gasa y purpurina para irse a la cama.
Mi hija me tiró de la chaqueta para sacarme del ensimismamiento. Detrás del castillo Disney, la noche se había cerrado y las
luces ofrecían una atmósfera romántica. La música se apagaba, la carroza había
sido engullida por un río de turistas en bermudas y camiseta. La niña bostezaba
con disimulo porque no sabía si pedir que volviéramos a casa. Le apreté la mano con cariño y
me acordé de Levin, del trasunto de Tolstoi al que he llegado a querer más que
a Karenina. Es un treintañero que se pasea por la novela retratado como terrateniente
gruñón y tierno, lleno de contradicciones y preguntas, capaz de querer con
profundidad y de no desfallecer en la búsqueda del sentido de la vida. En el fondo, todos
los personajes están buscándolo como hace él, unos con más torpeza, otros
con menos. Un retrato coral que no se aleja de la vida misma, diseccionado hasta sus últimas capas. El amor de Levin por Kitty, a diferencia del binomio Karenina-Vronsky, sabrá esperar, sabrá frustrarse, sabrá crecer con cada obstáculo. Su amor gana peso a lo largo de las páginas y
es un regalo de Tolstoi para que no perdamos la fe en la condición humana. En contraste con la impulsividad de Anna, Kitty avanza con pie firme desde su posición de princesa desairada hacia el nacimiento de una mujer real, capaz del amor que llega despacio y que se llena de pequeños gestos, de compartir espacios, de una generosidad que no es desesperada. Una sensualidad de fuego lento, cocinada sin prisa, que la eleva muy por encima de la protagonista.
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Como sucede con los buenos clásicos, terminaré la novela y
me sentiré expulsada en la última página. Se habrá cerrado para mí la posibilidad
de seguir respirando en este mundo de cretonas y seda, bigotes poblados y
capotes militares, trineos y coches de alquiler que avanzan por un Moscú y un
San Petersburgo que no volverá, donde la nieve amortiguaba el ruido hueco de
los cascos sobre el adoquinado. Cuando llegue al último capítulo vacilaré como
hace mi hija y me resistiré a que Tolstoi me cierre la puerta, como este parque
Disney cuando se franquean las barras metálicas. Se habrá acabado la magia, una
magia más hipnótica que cualquier truco de los que se prodigan en este parque
comercial. Me sentiré expulsada del encanto, de un hechizo más poderoso que el de los torreones del castillo Disney a contraluz, con todos sus ladrillos dibujados.
Pero me llevaré
un mensaje de esperanza y será gracias a Levin y a Kitty. Y al maestro Tolstoi, por supuesto.
El síndrome de Anna Karenina:
La última versión en cine (Joe Wright, 2013):